martes, 4 de febrero de 2014

Estos dientes pusilánimes

Imposible no recordar la primera vez que sucedió. Estaba solo en mi habitación, la TV prendida emitiendo esas luces incandescentes tan propias de los años 90, las piernas me temblaron, la espalda dio un grito, el estómago parecía encogerse y agrandarse en cuestiones de segundos, las cosquillas me ganaron todo el cuerpo y, al final, me sentí con varios kilos menos.
Es cierto que ya era algo grande para ser mi primera vez, pero sentía que ya era más hombrecito, más humano, más parecido a mis amigos, a esos que lo hacían todo el tiempo, a veces solos, a veces en grupo. Aún ante el reto de Beatriz, la profesora, si se enteraba.
Alguno de esos debería ser mi compinche, pensé, alguien a quien confesarlo; alguien con quien compartir lo que hasta entonces pensaba como un logro. En definitiva, me dije a mí mismo, primera vez hay una sola.
Pensé en el vándalo que se sentaba a mi lado en la escuela, “Ramitos”, buen pibe, un tanto irascible. Al contrario de lo que dice su apodo, Ramitos era bastante gordo. Pero esos gordos muy ágiles -extraño híbrido Ramitos-. Tenía la ventaja de que Ramitos era nuevo, por lo tanto jamás podría hacerme sentir mal salvo que buscase el escarmiento social, el reproche tan cruel de los infantes. O sea, Ramitos tenía que escucharme porque tenía que empezar a sumar porotos. Pero mi lectura del alma humana, ya entonces, era erradísima; Ramitos no sólo no me felicitó, en realidad le importó un carajo. Yo, por momentos –días diría- me comportaba como un gran hijo de puta, se lo atribuí a su familia: no tenía un papá, ya no sólo como el mío, sino ni siquiera uno y su mamá por ahí andaba, nunca supe demasiado en qué, y su hermano mayor escuchaba música de esa que hace doler la cabeza al rato nomás y fumaba como un escuarzo.
Pero no me puedo rendir tan rápidamente, me dije, la indiferencia –casi insultante- de Ramitos no puede ser todo, y busqué a otro confesor, otro que comparta mi humanidad. Dieguito, flaquito, con muchas pecas, inteligente, producto de un matrimonio fracasado de ese extraño híbrido tan argentino que es la clase media/laburante, de madre fumadora y trabajadora no sé cuantas horas por día. El papá era un tipo muy agradable, de esos que hablaban con del Che Guevara como si lo conociesen, que se dejaban crecer la barba, que tenía una cicatriz en la cara. Su hermana era hermosa, escuchaba Fito Páez, y nos trataba con esa indiferencia tan propia de los adolescentes hacia los –todavía- niños; como diciendo que todavía nos falta mucho, que necesitamos tener pelos en los genitales y que la voz se vuelva una irregularidad de sonidos horrendos, y que la cara se nos llene de granos, que hasta tanto eso no suceda no hay demasiado que hacer. En realidad era la cara de Dieguito pero con pelo largo. Debo ser puto si me gusta esta chica que es igual a mi amigo, pensé -con una lógica impecable-. Dieguito era esfuerzo puro, hasta en el fútbol: lo que no lograba con habilidad, lo lograba con empeño. Cuando le conté mi experiencia, su respuesta fue: “y bueno, ya era hora”, con una palmadita en la espalda. Nunca terminé de entender si era una aprobación o un reproche por haber tardado tanto. Y de repente el tiempo aparecía como una variable complejísima, algo fuera de control.
Pero como no estaba dispuesto a resolver semejante dilema, ni a agotar mi confesión en mis compañeros, decidí que debería hablar con mi padre. El pastor que vela por sus ovejas, el jefe de la familia, la autoridad, el falo, todo eso metido en un cacho de carne de casi un metro noventa y 110 kilos. En definitiva mis intentos fallaron seguramente, pensé, porque ni Ramitos ni Dieguito tenían papás como el mío. Mi papá, en definitiva, podía ser ya no sólo mi confesor, sino hasta mi cómplice. Papá desayunaba en silencio. Y ese silencio, con o sin intención –nunca se lo pregunté- se imponía al resto. Es notable cómo el silencio se impone a través del propio silencio, y sin embargo diciendo tanto.
Lo interrumpí de sus reflexiones –o lo que fuere que estuviere haciendo- para contarle. Pero su respuesta, otra vez, me dejó con más dudas que certezas: que a no todo el mundo le interesa -la que fue mi primer lección acerca de lo que es el liberalismo en su versión criolla-, que sólo es para ciertos momentos, que hay que saber cuándo, que no hay que abusar. Pero yo lo vi en la tele, le dije absorto, lo vi y los tipos lo disfrutaban a lo grande…No hubo caso. Seguro que mi abuelo había sido igual con él, y entonces sólo repetía lo que sabía, pensé.
Cansado, decepcionado y renunciando a la idea de ser padre, por lo menos en los próximos 35 años, recurrí a la última institución que se encontraba a mano: la santa iglesia cristiana evangélica. Yo pensaba que era santa en serio, y que era inmaculada, y que los señores y las señoras que no iban, en realidad, estaban profundamente equivocados y equivocadas. Tal era el tamaño de su error que sólo les esperaba la condena eterna. De un modo u otro, dios era la mayor molestia los domingos a la mañana cuando Ruth, mi maestra dominical –integrante de ese flagelo universal a la niñez que se llama “escuelita dominical”-, me hablaba de las parábolas de un señor a quien, sin saber demasiado porqué –y sin molestarse en explicarlo por fuera de mostrarnos iconografías horrorosas acerca de la muerte- le debía toda mi adoración, hasta mi vida. Ese dios tenía para mí un lugar especial muchos kilómetros arriba, me intentaba sobornar. Si hay alguien, entonces, que me entenderá va a ser mi profesora dominical, Ruth, gordita, más virgen que María. Esperé ansioso el domingo, me puse mi mejor pantalón, mi mejor camisa, colonia y me fui a la iglesia con mis papás. Cuando llegué me senté en esos bancos de madera. Puta madre, me dije a mi mismo, el pasaje al cielo es demasiado caro. Se subió un tipo al púlpito, Jorge, de bigotes enormes, y habló del cielo y del infierno y de lo que hay que hacer para ir al primero de modo de evitar el segundo. Lo de siempre, pensé. Papá asentía, pero no sé si convencido de lo que decía o porque la gente tiene la extraña costumbre de asentir algo para ganar el reconocimiento de quien habla -algo que Ramitos lo hacía todo el tiempo y me molestaba enormemente. ¿Quién carajo puede estar tan de acuerdo con lo que otro fulano dice, como para mover la cabeza ininterrumpidamente?-. Terminó el bendito servicio, llegó el momento de escuchar a mi maestra dominical, Ruth. Esperé hasta el final para contárselo, así me aseguré que nadie me escucharía excepto ella. Con algo de sudor, y algo de orgullo, le confesé lo que había hecho: todo, con lujo de detalles. Pero a mi confesión le siguió una tanda de preguntas inquisitivas: que cuándo, que dónde, en qué circunstancias, si estaba con alguien, qué era lo que lo había provocado, etc. Qué mierda tiene todo eso que ver, me preguntaba, mientras Ruth hablaba sin parar de citas bíblicas de alguien que las dijo hace mas de dos mil años atrás. ¿Cómo un librito escrito por vaya a saber quién era más importante que lo que yo le estaba contando?, ¿qué carajo importa lo que le pasó a un tipo en el desierto africano hace dos mil quinientos años, si lo que le estaba diciendo era otra cosa?
Ya no pude más, me rendí, me dije a mi mismo que tendría que esperar, que Ramitos se merece los padres de mierda que le tocaron, que Dieguito es un tipo inteligente, que papá es un farsante, que la gente miente, que la tele miente, que dios no tiene nada de bueno, que Jorge, el de los bigotes enormes, es un cretino que no sabe de qué habla, que Ruth se va a morir sola y bien que se lo merece, y que, en definitiva, reírse es demasiado costoso, es demasiado difícil, que a nadie le importa que te rías, y que mejor no abusar de la risa y, llegado el caso, mejor no contárselo a nadie, nunca confieses de qué te reíste, no vaya a ser que sentarse en esos bancos de madera todos los domingos, al fin de cuentas, no sirva para nada.


viernes, 31 de enero de 2014

La Silvia de plata y Lady Lazarus



"Lo logré otra vez,
Me las arreglo —
Una vez cada diez años.

Especie de fantasmal milagro, mi piel
Brillante como una pantalla nazi,
Mi diestro pie

Es un pisapapel,
Mi rostro un fino lienzo
Judío y sin rasgos.

Descascara la envoltura
Oh, mi enemigo,
¿Aterro acaso? —

¿La nariz, las cuencas vacías, los dientes?
El apestoso aliento
Se desvanecerá en un día.

Pronto, muy pronto, la carne
Que la tumba devoró
Se sentirá bien en mí

Y yo una mujer que sonríe.
Tengo sólo treinta años.
Y como gato he de morir nueve veces.

Esta es la Número Tres.
Qué desperdicio
Eso de aniquilarse cada década.

Qué millón de filamentos.
La multitud mascando maní se agolpa
Para verlos.

Cómo me desenvuelven la mano, el pie —
El gran desnudamiento.
Damas y caballeros.

Estas son mis manos
Mis rodillas.
Soy tal vez huesos y pellejo.

Sin embargo, soy la misma, idéntica mujer.
La primera vez que sucedió tenía diez.
Fue un accidente.

La segunda vez pretendí 
Superarme y no regresar jamás.
Oscilé callada.

Como una concha marina.
Tenían que llamar y llamar
Recoger mis gusanos como perlas pegajosas/

Morir
Es un arte, como cualquier otra cosa.
Yo lo hago excepcionalmente bien.

Lo hago para sentirme hasta las heces.
Lo ejecuto para sentirlo real.
Podemos decir que poseo el don.

Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Muy fácil hacerlo y no perder las formas.
Es el mismo

Retorno teatral a pleno día
Al mismo lugar, mismo rostro, grito brutal
Y divertido:

“Milagro!”
Que me liquida.
Luego una carga a fondo

Para ojear mis cicatrices, y otra
Para escucharme el corazón –
De verdad sigue latiendo.

Y hay otra y otra arremetida grande
Por una palabra, por tocar
O por un poquito de sangre

O por unos cabellos o por mi ropa.
Bien, bien, está bien Herr Doktor.
Bien. Herr Enemigo.

Yo soy vuestra obra maestra,
Su pieza de valor,
La bebé de oro puro

Que se disuelve con un chillido.
Me doy vuelta y ardo.
No creas que no valoro tu gran cuidado.

Ceniza, ceniza —
Ustedes atizan, remueven.
Carne, hueso, nada queda 00

Una barra de jabón,
Una alianza de bodas.
Un empaste de oro.

Herr Dios, Herr Lucifer
Cuidado.
Cuidado.

Desde las cenizas me levanto
Con mi cabello rojo
Y devoro hombres como el aire".

miércoles, 29 de enero de 2014

Maldito Maravilloso Celine

"Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. 
Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.
Va de la vida a la muerte. 
Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. 
Es una novela, una simple historia ficticia. Lo dice Litré que nunca se equivoca.
Y, además, que todo el mundo puede hacer igual. 
Basta con cerrar los ojos.
Está del otro lado de la vida".

("Viaje al fin de la noche", Louis Ferdinand Celine)

martes, 28 de enero de 2014

Pedro Gabriel oppure nel comincio

En realidad ya no se trata de ello -¿de ello?-, sino de expulsar, de sacar de adentro –o de afuera- lo que sea, lo que es o lo que fue, qué importa.
Es ese terror a lo gigante, a lo aplastante, a padre, o a madre.
Es esa electricidad lo que mantiene estos dedos de acá.

Que sea eso, que no sea nada –y esta maldita doble negación-.