Imposible
no recordar la primera vez que sucedió. Estaba solo en mi habitación, la TV
prendida emitiendo esas luces incandescentes tan propias de los años 90, las
piernas me temblaron, la espalda dio un grito, el estómago parecía encogerse y
agrandarse en cuestiones de segundos, las cosquillas me ganaron todo el cuerpo
y, al final, me sentí con varios kilos menos.
Es
cierto que ya era algo grande para ser mi primera vez, pero sentía que ya era más
hombrecito, más humano, más parecido a mis amigos, a esos que lo hacían todo el
tiempo, a veces solos, a veces en grupo. Aún ante el reto de Beatriz, la
profesora, si se enteraba.
Alguno
de esos debería ser mi compinche, pensé, alguien a quien confesarlo; alguien
con quien compartir lo que hasta entonces pensaba como un logro. En definitiva,
me dije a mí mismo, primera vez hay una sola.
Pensé
en el vándalo que se sentaba a mi lado en la escuela, “Ramitos”, buen pibe, un
tanto irascible. Al contrario de lo que dice su apodo, Ramitos era bastante
gordo. Pero esos gordos muy ágiles -extraño híbrido Ramitos-. Tenía la ventaja
de que Ramitos era nuevo, por lo tanto jamás podría hacerme sentir mal salvo
que buscase el escarmiento social, el reproche tan cruel de los infantes. O
sea, Ramitos tenía que escucharme porque tenía que empezar a sumar porotos.
Pero mi lectura del alma humana, ya entonces, era erradísima; Ramitos no sólo
no me felicitó, en realidad le importó un carajo. Yo, por momentos –días diría-
me comportaba como un gran hijo de puta, se lo atribuí a su familia: no tenía
un papá, ya no sólo como el mío, sino ni siquiera uno y su mamá por ahí andaba,
nunca supe demasiado en qué, y su hermano mayor escuchaba música de esa que
hace doler la cabeza al rato nomás y fumaba como un escuarzo.
Pero
no me puedo rendir tan rápidamente, me dije, la indiferencia –casi insultante-
de Ramitos no puede ser todo, y busqué a otro confesor, otro que comparta mi
humanidad. Dieguito, flaquito, con muchas pecas, inteligente, producto de un
matrimonio fracasado de ese extraño híbrido tan argentino que es la clase
media/laburante, de madre fumadora y trabajadora no sé cuantas horas por día.
El papá era un tipo muy agradable, de esos que hablaban con del Che Guevara
como si lo conociesen, que se dejaban crecer la barba, que tenía una cicatriz
en la cara. Su hermana era hermosa, escuchaba Fito Páez, y nos trataba con esa
indiferencia tan propia de los adolescentes hacia los –todavía- niños; como
diciendo que todavía nos falta mucho, que necesitamos tener pelos en los
genitales y que la voz se vuelva una irregularidad de sonidos horrendos, y que
la cara se nos llene de granos, que hasta tanto eso no suceda no hay demasiado
que hacer. En realidad era la cara de Dieguito pero con pelo largo. Debo ser
puto si me gusta esta chica que es igual a mi amigo, pensé -con una lógica
impecable-. Dieguito era esfuerzo puro, hasta en el fútbol: lo que no lograba
con habilidad, lo lograba con empeño. Cuando le conté mi experiencia, su
respuesta fue: “y bueno, ya era hora”, con una palmadita en la espalda. Nunca
terminé de entender si era una aprobación o un reproche por haber tardado tanto.
Y de repente el tiempo aparecía como una variable complejísima, algo fuera de
control.
Pero
como no estaba dispuesto a resolver semejante dilema, ni a agotar mi confesión
en mis compañeros, decidí que debería hablar con mi padre. El pastor que vela
por sus ovejas, el jefe de la familia, la autoridad, el falo, todo eso metido
en un cacho de carne de casi un metro noventa y 110 kilos. En definitiva mis
intentos fallaron seguramente, pensé, porque ni Ramitos ni Dieguito tenían
papás como el mío. Mi papá, en definitiva, podía ser ya no sólo mi confesor,
sino hasta mi cómplice. Papá desayunaba en silencio. Y ese silencio, con o sin
intención –nunca se lo pregunté- se imponía al resto. Es notable cómo el
silencio se impone a través del propio silencio, y sin embargo diciendo tanto.
Lo
interrumpí de sus reflexiones –o lo que fuere que estuviere haciendo- para
contarle. Pero su respuesta, otra vez, me dejó con más dudas que certezas: que
a no todo el mundo le interesa -la que fue mi primer lección acerca de lo que
es el liberalismo en su versión criolla-, que sólo es para ciertos momentos,
que hay que saber cuándo, que no hay que abusar. Pero yo lo vi en la tele, le
dije absorto, lo vi y los tipos lo disfrutaban a lo grande…No hubo caso. Seguro
que mi abuelo había sido igual con él, y entonces sólo repetía lo que sabía,
pensé.
Cansado,
decepcionado y renunciando a la idea de ser padre, por lo menos en los próximos
35 años, recurrí a la última institución que se encontraba a mano: la santa
iglesia cristiana evangélica. Yo pensaba que era santa en serio, y que era
inmaculada, y que los señores y las señoras que no iban, en realidad, estaban
profundamente equivocados y equivocadas. Tal era el tamaño de su error que sólo
les esperaba la condena eterna. De un modo u otro, dios era la mayor molestia los
domingos a la mañana cuando Ruth, mi maestra dominical –integrante de ese
flagelo universal a la niñez que se llama “escuelita dominical”-, me hablaba de
las parábolas de un señor a quien, sin saber demasiado porqué –y sin molestarse
en explicarlo por fuera de mostrarnos iconografías horrorosas acerca de la
muerte- le debía toda mi adoración, hasta mi vida. Ese dios tenía para mí un
lugar especial muchos kilómetros arriba, me intentaba sobornar. Si hay alguien,
entonces, que me entenderá va a ser mi profesora dominical, Ruth, gordita, más
virgen que María. Esperé ansioso el domingo, me puse mi mejor pantalón, mi
mejor camisa, colonia y me fui a la iglesia con mis papás. Cuando llegué me
senté en esos bancos de madera. Puta madre, me dije a mi mismo, el pasaje al
cielo es demasiado caro. Se subió un tipo al púlpito, Jorge, de bigotes
enormes, y habló del cielo y del infierno y de lo que hay que hacer para ir al
primero de modo de evitar el segundo. Lo de siempre, pensé. Papá asentía, pero
no sé si convencido de lo que decía o porque la gente tiene la extraña
costumbre de asentir algo para ganar el reconocimiento de quien habla -algo que
Ramitos lo hacía todo el tiempo y me molestaba enormemente. ¿Quién carajo puede
estar tan de acuerdo con lo que otro fulano dice, como para mover la cabeza
ininterrumpidamente?-. Terminó el bendito servicio, llegó el momento de
escuchar a mi maestra dominical, Ruth. Esperé hasta el final para contárselo, así
me aseguré que nadie me escucharía excepto ella. Con algo de sudor, y algo de orgullo,
le confesé lo que había hecho: todo, con lujo de detalles. Pero a mi confesión
le siguió una tanda de preguntas inquisitivas: que cuándo, que dónde, en qué
circunstancias, si estaba con alguien, qué era lo que lo había provocado, etc.
Qué mierda tiene todo eso que ver, me preguntaba, mientras Ruth hablaba sin
parar de citas bíblicas de alguien que las dijo hace mas de dos mil años atrás.
¿Cómo un librito escrito por vaya a saber quién era más importante que lo que
yo le estaba contando?, ¿qué carajo importa lo que le pasó a un tipo en el
desierto africano hace dos mil quinientos años, si lo que le estaba diciendo
era otra cosa?
Ya
no pude más, me rendí, me dije a mi mismo que tendría que esperar, que Ramitos
se merece los padres de mierda que le tocaron, que Dieguito es un tipo
inteligente, que papá es un farsante, que la gente miente, que la tele miente,
que dios no tiene nada de bueno, que Jorge, el de los bigotes enormes, es un cretino
que no sabe de qué habla, que Ruth se va a morir sola y bien que se lo merece,
y que, en definitiva, reírse es demasiado costoso, es demasiado difícil, que a
nadie le importa que te rías, y que mejor no abusar de la risa y, llegado el
caso, mejor no contárselo a nadie, nunca confieses de qué te reíste, no vaya a
ser que sentarse en esos bancos de madera todos los domingos, al fin de
cuentas, no sirva para nada.